El pitazo final del uruguayo Ostojich, desató la locura contenida de tantos años, no fue casualidad que todos se dieron vuelta para buscarlo a “Él”, al dueño de la selección, a quien el fútbol le debía, posiblemente, la alegría más grande, la de ser campeón con la selección mayor, con la cinta de capitán y la diez en la espalda. Ese es Lio Messi, quien tiene títulos de todo gusto y color, reconocimientos de todo peso y categoría, pero le faltaba el más importante, el de su país, al que ama sin concesiones.
El hombre que tuvo que cargar en sus hombros tanta gloria dejada por un tal Diego Armando Maradona, justo le dio a la Argentina, casi el único título que D10S no le pudo dar al país, la de campeón continental.
Claro que tantos golpes recibidos, tantas lágrimas derramadas en Chile, EEUU o hasta en el propio Maracaná, tenía que tener un premio extra, la de ganarla contra Brasil, y en el mismísimo Estadio Jornalista Mário Filho, cómo es su nombre oficial.
El emblema argentino, esta vez estuvo acompañado por un plantel que tenía claro el desafío, regalarle a uno de los mejores jugadores de la historia el reconocimiento debido.
Y así fue cuando desde AFA, y a pesar de la crítica generalizada, se eligió a un director técnico sin experiencia, pero con historia de selección dentro y fuera de la cancha como Lionel Scaloni, al que lo acompañó un grupo de ex jugadores que sabían de grandes desafíos, pero también de frustraciones como Pablo Aimar, Walter Samuel y Roberto Ayala que supieron comandar un grupo en el fino límite del trabajo serio, con la calidez de casi ex jugadores.
El proyecto siguió con la elección de los futbolistas, el tan temido recambio generacional, dejando apenas a un puñado de jugadores que todavía demuestran que están en el primer nivel, pero a los que había que hacerles entender que ya nada era como antes, y que la posibilidad de ser titular ya no la tenían con el apellido, sino ahora, debían ganársela con el rendimiento en cada uno de los partidos.
Y lo entendieron, tanto Otamendi, Aguero y Di María, si, “Fideo” que tuvo también su revancha, esa mochila que llevaba mucho peso, la del “se lesiona en las finales” o “no está a la altura”, ese Di María que le terminó dando también la alegría más grande de los últimos tiempos al pueblo argentino.
Después siguió el complemento del plantel, con jugadores con mucho hambre de gloria, y así llegaron los ignotos “Dibu” Martinez, Romero, De Paul, y alguno más, que tuvieron que acallar las voces siempre críticas y nunca de apoyo incondicional hasta que se demuestre lo contrario,
Todo fue perfecto, hasta la maldita pandemia jugó su partido, porque trasladar la Copa América a tierras brasileñas tuvo un condimento extra, era el lugar perfecto y en el momento indicado, con un Brasil que arrasaba y que solo esperaba sumar otra estrella para la burla constante, eso que hacen tan bien cuando ganan, pero les pesa tanto cuando llega la derrota.
Y llegó el pitazo final, el que cada hincha argentino esperaba, sobre todo la generación de treintañeros que ansiaba poder explotar en lágrimas por sentir las mieles de la victoria, esa que nunca habían vivido y que solo conocían tras la derrota.
Pero también el reconocimiento a su ídolo, a su emblema generacional, al hombre que se bancó palos y palos, que agachó la cabeza y volvía a empezar para poder encontrar el reconocimiento que nadie le pidió, solo los triunfalistas ventajeros.
Claro que no estuvo solo, la mística desde el cielo acompañó, porque más allá de creyentes y ateos este sábado, en el Maracaná, desde alguna estrella estaba “Él”, tratando de sacarle la mochila pesada que sin querer él mismo le puso y que intentó pero no lo logró en aquel mundial de Sudáfrica 2010, y hoy, desde el más allá, se lo pudo cumplir. Diego Maradona siempre va a estar en el corazón, en la memoria y en el sentimiento de cada uno de nosotros, pero esta vez, el reconocimiento es para Lionel, para la Pulga, para el crack rosarino, para el Messías, o simplemente, para Lionel Andrés Messi, el dueño de esta selección y de los corazones argentinos.